Arribamos a puerto. “El poder del lenguaje debe ir dirigido hacia el lenguaje. El ojo debe ver su punto ciego”, aseguraba Agamben. Y así, vas a ver cómo el camino de la palabra a la idea sólo se recorre una vez, mientras que el de la mirada cuidadosa hacia estas esculturas te llevará, aunque sólo sea a causa de sus bucles, de nuevo a un punto de partida distinto una y otra vez, incesantemente. Hacerse responsable de una imagen -mirarla-, supone en determinados casos especialmente interesantes para la estética no poder eludir ya el reto que algo tan aparentemente sencillo implica. A cada paso -en torno suyo-, ellas volverán a presentarse como nunca vistas porque, en efecto, algo de cinta de Mebius tienen las piedras de Maru Oriol que aquí nos han reunido por un rato, convertidas en el azogue de un espejo que refleja e invierte lo que se ve, hasta velarlo…
Todo acceso a un estado profundo es aquí permitido e, inmediatamente, refutado con la misma intensidad. Nos hallamos, pues, delante de un final abierto: ¿son tan serias, tan formales estas piezas como parecen, o encierran un doble sentido, algún tipo de engaño tenebroso? Por otro lado, no será la propia alusión digestiva recién comentada la que nos aboca en este punto a una escatología de la interpretación: llegamos pues, etimológicamente, a las últimas cosas.
Aunque justo ahora que me despido de ti para dejarte a solas con las obras, vuelvo a mirar por última vez sus fotografías, ésas en las cuales tanto me he apoyado para la redacción de estas páginas, y en mitad de los lineamientos redondeados, lo mismo que de la críptica escritura que, como te he dicho antes, intuyo allí dentro, me percato de que no hay puntos, sino sólo comas; puntos suspensivos y ninguno final. ¿Ves? Ha vuelto a suceder…
Madrid, Primavera-Otoño de 2008