Por Óscar Alonso Molina

Exposición en la Galería Gurriarán de Madrid

2005 y 2008

De verdad –dixo Critilo- que me va contentando este arte de descifrar, y aun digo que no se puede dar un paso sin él.

¿Cuántas cifras habrá en el mundo? –pregunto Andrenio.

Infinitas, y muy dificultosas de conocer, mas yo prometo declararos algunas, digo las corrientes, que todas sería impossible.

-Gracián, El Criticón-

Introito (contacto a tientas)

El texto no aspira más que a comportarse como una caricia que no deja huellas en su superficie pero que recorre levemente las esculturas de Maru Oriol, y las define. Un palpo que las acerca y prepara para la interpretación; un tiento…, sí, una manera de acercarse con tacto a la cosa, pero que no delimita, acompañándola y resaltando casi con gestos lo sólido de su presencia en el mundo.

Qué remedio, para el crítico, sino guiarse a ciegas a través de una obra que, por su parte, sin duda aspira a perderle, en el sentido de descaminarlo; aunque también, un poco más allá, con la oculta intención de descarriarlo y, a la postre, malograrlo; o quizá sencillamente perderlo de vista… Pero, en relación a esto, ¿se dejan ver ellas mismas?, ¿están al cabo profundamente ensimismadas las esculturas de Maru Oriol?, ¿no podríamos interpretar, incluso, su continuo enroscamiento sobre sí como una manera de evitar nuestra mirada, igual que el niño en brazos de la madre que se retuerce y, volviéndose, nos niega?

Entre curvas, rizos y recovecos sus piezas son laberinto, y allí rápidamente pueden dejar atrás cualquier voz que aspire a componer geométrica, luminosamente un mapa completo de tan complicada anatomía. Avanzar hacia ellas pero en zigzag, mediante meandros y sinuosidades; total: perderse por el camino. Qué estupenda manera de llegar finalmente al lugar deseado… No se me ocurre ninguna más entretenida para abordar este trayecto al que te invito. ¿Me acompañas, pues?; ¿quieres ver mis imágenes?

Un ciego en el taller de escultura

Llego al estudio por primera vez una mañana primavera; fuera el sol ciega e, inhabituados, los ojos se contraen hasta el dolor delante del caudal de esta primera luz plena desde hace muchos meses. Nada más traspasar el umbral la sensación es inaudita: la mirada, que segundos antes era tan duramente castigada, se expande por oleadas ante un imperio mullido y aterciopelado, lleno de vapores y nieblas. Blanco, todo blanco amortiguado, sutilmente teñido de gris, de una blancura esponjosa, saturada de matices y semitonos, hasta convertir en imposible el cálculo de las distancias, la completa evaluación de cualquier volumen, incluso el peso de las cosas.

Qué curioso que la primera impresión de su escultura sea tan retiniana, tan atmosférica. Porque el estudio de Maru Oriol a las afueras de Madrid es, como quisiera Duchamp, un auténtico “criadero de polvo”, sólo que aquí –quizá para su secreto regocijo- por arte de magia se transforma toda la paciente metaforología de la improductividad especulativa en directo goce visual, pasivo y concupiscente.

Esa capa como de talco habla de otro particular rendimiento, el que, en su interior, se escapa de las manos y vuelve homogéneo todo cuanto alberga el taller, incluso al taller mismo, funcionando a la postre, en efecto, como un mecanismo escópico de retard. Blanco sobre blanco…

Quedarse sin respiración

Es este ambiente sobresaturado, el modelo del artista como respirador de la poética duchampiana se ha vuelto algo más que problemático. Más allá de la alteración visual que imprime en el entorno la densidad de un número inusual de atmósferas, el aire que entra y sale de los pulmones también se ralentiza… El aire de este espacio privatissime, lejano a la exposición pública, es irrespirable, y convoca los mismos fantasmas de la intangibilidad que el museo o la galería de arte.

Sobre la tópica dificultad de la inspiración en el estudio del artista no hará falta abundar aquí, pero sí quizá sobre los peligros de expirar o soplar en medio de tal escena rarificada. ¡No tocar!, escultura sin manos, ni antes ni después… Pero incluso echando mano de la visión como único instrumento de acercamiento, en su espacio natural la escultura de Maru Oriol convoca la visión háptica, una especie de compensación entre las yemas de los dedos y la punta de nuestros ojos, que descubren por ligerísima presión, infraleve, el sinuoso plegamiento de toda esa materia tallada. Cuidado también con levantar la ligerísima pátina que cubre cada recoveco de estos lazos de piedra, contén la respiración conmigo mientras miras, mientras lees, no sea que perdamos ese último resplandor que nos permite distinguir lo que buscamos en un espacio donde la obra de arte se mimetiza con la vida. En nuestra parcial ceguera habremos de seguir el camino más tenebroso tras las piedras de Maru Oriol. Nos huyen como literatura, se ocultan, podríamos terminar hablando de cualquier cosa… “Simulacro y camuflaje sorprendidos en flagrante. Lo que intentan esconder es de su misma naturaleza: nada se camufla si no es en sí camuflaje”, advertía con toda sagacidad Carlos Alcolea.

Materia

Es este ambiente sobresaturado, el modelo del artista como respirador de la poética duchampiana se ha vuelto a

“La piedra es masa, nunca músculos”, escribía Bachelard frente a la obra temprana de Chillida. Porque cabe suponer una posible doble genealogía para la escultura: aquella que remite a la forja masculina, de Hefestos el herrero (frente a Vulcano, dios del fuego destructor), y es otra, mucho más primitiva, telúrica, recogida por tantas religiones, que gira en torno al amasado del pan o de la arcilla (como en el caso del alfarero Butades, según Plinio inventor de la escultura), quienes en contacto con las materias primitivas del mundo darán forma a un cuerpo cuya fuerza inercial es la caída. Piezas, masas pesantes que recomponen su postura por medio de la gracia y cierta imitación de la ligereza. Mirando las piezas de Maru Oriol no puede quedar duda de ello.

Litolaxa ha llamado ella a sus series recientes: piedra relajada…, ¿carne madura? A la hora de escribir sobre estos trabajos Maru cuenta con cuarenta y tres años. Es madre de dos hijos. Parece en pleno dominio de su potencial creativo.

Frente al genio masculino, la inercia creativa de la biología femenina capaz de modelar y cocer la vida en su interior es un hecho aplastante, humillante casi, en íntima contradicción con el papel secundario de la mujer con respecto al hombre que la adjudica el cristianismo. A imagen y semejanza él, de una costilla ella, toda vida humana tras la expulsión del Paraíso como acto creativo será obra, principalmente, de la hembra. Hembra que es “carne caída”.

lgo más que problemático. Más allá de la alteración visual que imprime en el entorno la densidad de un número inusual de atmósferas, el aire que entra y sale de los pulmones también se ralentiza… El aire de este espacio privatissime, lejano a la exposición pública, es irrespirable, y convoca los mismos fantasmas de la intangibilidad que el museo o la galería de arte.

Sobre la tópica dificultad de la inspiración en el estudio del artista no hará falta abundar aquí, pero sí quizá sobre los peligros de expirar o soplar en medio de tal escena rarificada. ¡No tocar!, escultura sin manos, ni antes ni después… Pero incluso echando mano de la visión como único instrumento de acercamiento, en su espacio natural la escultura de Maru Oriol convoca la visión háptica, una especie de compensación entre las yemas de los dedos y la punta de nuestros ojos, que descubren por ligerísima presión, infraleve, el sinuoso plegamiento de toda esa materia tallada. Cuidado también con levantar la ligerísima pátina que cubre cada recoveco de estos lazos de piedra, contén la respiración conmigo mientras miras, mientras lees, no sea que perdamos ese último resplandor que nos permite distinguir lo que buscamos en un espacio donde la obra de arte se mimetiza con la vida. En nuestra parcial ceguera habremos de seguir el camino más tenebroso tras las piedras de Maru Oriol. Nos huyen como literatura, se ocultan, podríamos terminar hablando de cualquier cosa… “Simulacro y camuflaje sorprendidos en flagrante. Lo que intentan esconder es de su misma naturaleza: nada se camufla si no es en sí camuflaje”, advertía con toda sagacidad Carlos Alcolea.

Materia [bis]

Inercia de la masa, de la mole pétrea en estas obras nudosas donde el ideal moderno del máximo movimiento con el mínimo de energía alcanza su forma estética. El retorcimiento de las serpientes en el Laocoonte se torna aquí un arabesco impecable y formal, relacionándose con el aire que circunda las formas sin drama ni el más mínimo rasgo de expresionismo. Los giros se detienen en el aire, pero, para nuestra sorpresa, no llega el desplome, la caída de la piedra, la cual se sostiene sobre su propia inercia detenida y sumamente estilizada, dibujando en el espacio firmes tirabuzones.

Algunas piezas de Maru Oriol se sujetan al muro como el atleta en las anillas o el funambulista en la cuerda. Por utilizar el lenguaje deportivo, ese anclaje que las ciñe, o más exactamente, las pone en contacto con el muro, es “su aparato”… Entre tanto, el mármol espera la valoración de la mirada atenta –un jurado, un espectador comprensivo- manteniendo sin temblar una lograda figura. Esa materia que detiene en suspenso una notable inercia cinética se comporta al modo del diseño de las perchas –de colgar o de pared-, las cuales en su tensión estructural aparecen preparadas para contrarrestar un peso por venir, sólo que aquí éste es el de su propia naturaleza y, en apariencia, gracias al sorprendente juego de levitación que la materia sufre entre las manos de Maru, no cae sobre ellas desde ellas.

Materia [ter]

Hay hoy una escultura de Maru Oriol que está hecha con la materia de la que están hechos los sueños. La artista me anuncia que su imaginario se encamina hacia la piedra vidriada, al sílice, al cristal: teleología del fuego. Querría aquí reservar un hueco, pues, para el carácter ígneo de las idea de Maru (de su carácter), el cual la lleva a trabajar con ideas que, una vez culminadas y encarnadas en forma, se abandonan frente a otras urgencias, nuevas inquietudes. O a su creciente soltura, incluso podría decir envalentonamiento. “Trabajo cada día con menos pudor”, me confiesa ella.

Trasparencia del cuerpo del artista que, por analogía, se orienta al cristal, a la Alquimia pura. En la cosmovisión de la escultora esta materia se enfrenta de lleno, con su rigor, a la laxitud de sus piedras en los últimos años. En la mía, al proceso por el cual la paciente lentitud del enfriamiento supondrá un nuevo hito en el proceso creador de Maru.

El carácter, sí, es la materia del cuerpo del artista.

La cuestión de la firma

La singularidad de estas piezas ha llegado a caracterizar la obra de Maru Oriol, comportándose, pues, al modo de una firma. Pero en este arabesco calculadísimo no hay huella apenas de la mano, como no hay tampoco gesto (no podríamos hablar de rúbrica ni de garabato): lo que se “lee” en ellas es un nombre oculto, la cifra de una personalidad que se retira y nos deja a solas con la huella medidísima de su actuación; o un estímulo para que la centralidad del artista, tan imperiosa en la modernidad, ceda el protagonismo a la obra y que ésta termine por “explicarse” –esto es: se desenvuelva, y nunca mejor recurrida aquí su etimología- por sí misma, desinhibidamente.

Porque el personaje -siempre, y no puede ser de otro modo-, no sólo conforma el texto original que gracias a él se tramite y nos llega como una voz viva, de la misma manera que todo medium tergiversa las voces de los muertos (“los Otros”: la tradición, el pasado), sino que en última instancia nos impide concentrarnos completamente en lo que la obra nos dice, en lo que se cuenta en ella para nosotros…

Toda forma que se desborda sobre otra cede parte de su sentido a la estructura que la recibe, aunque aquí no queda en absoluto claro el nivel de subsidiariedad de la obra y el artista que la crea. Frente a este enigma, lo que quiera decir cualquiera de ambos “por sí mismo” no hace sino aumentar enloquecidamente el nivel de significancia de este periplo al que me acompañas. ¿Has visto a Maru?, ¿y sus obras?

Línea de la belleza

“Sólo hay una línea serpentina precisa a la que pueda llamarse la línea de la gracia”, observaba Hogarth en su Análisis de la belleza, dedicado, fundamentalmente, a entronar el universo de quiebros y sinuosidades de su época. En este estudio, la línea ondulante es el medio que supera la mera dimensión gráfica para organizar todo el intrincado sistema de la obra de arte, desde la composición a los juegos de luces y sombras, por ejemplo. En ella se basará la evaluación del arte como cuestión eminentemente formal, desligada de las preocupaciones moralizantes de la época, como para nuestra sorpresa ejemplifican sus propios trabajos.

Bajo esta óptica, también las esculturas de Maru Oriol se prestan en un primer momento a la mera interpretación de los elementos morfo-sintácticos, y sobre ellos se enroscan gozosamente, sometiendo el ideario formalista, tan estático él, a un continuo azogue: ritmo, movimiento, giro, torsión, fintado, etcétera, que generan una multiplicad de puntos de vista y ejes, de simetrías y equilibrios, convirtiendo cada caso, incluso los casos más elementales, en composiciones complejas donde se hace evidente un maridaje largamente ensayado por la historia de las formas artísticas: aquel que lleva a la intimidad la línea de la belleza que acabamos de citar (Rococó) con la serpentinata de la Maniera.

Cuerpo y sexo

El cuerpo, el cuerpo femenino, y el sexo se asoman discretamente por estas piezas cuya anatomía remite de lejos a cavidades y pliegues ocultos de la mujer. Pero también, de manera más genérica, al aparato digestivo, las articulaciones, el sistema circulatorio: venas, tripas, tubos e intestinos, cartílagos… El cuerpo no es sino eso mismo: la necesidad interna de la forma de captar la atención en cuanto estructura. Es su impulso más íntimo y enérgico. El sexo, por el contrario, responde a una lógica contraria: todo debe ser, dentro del repertorio limitado de movimientos y acoplamientos que lo rigen, modificado según una dicción inédita, reinventada en y para cada ocasión, agotado en su mismo acto. En el sexo la forma se despega de sí y se vacía, pero al mismo tiempo se renueva a cada vez.

Cuerpo y sexo someten a la forma biológica a tensiones antagónicas, privilegiando la arquitectura frente al detalle, la figura frente a la postura, la biografía frente al secreto… Alguna vez, para tu posible desencanto, te habrás topado con esa presunta “mirada femenina de la piedra” en autores que parafraseaban estas esculturas de Maru: estaba ahí, decían, en lo maternal arquetípico de los agujeros y las matrices, en el “vacío” uterino de sus curvas, en el recogimiento que convoca el espacio, incluso en el agua que pule y mueve ilusoriamente la piedra con olas, vaivenes, mecimientos, arrullos, lengüetazos. Pero, para mí que todo esto no son sino efectos ópticos de su acusada y tan sensual plasticidad, ¿no crees?

Idea del hombre

Estas piedras tienen su núcleo germinal en pequeñas maquetas de alambre que Maru retuerce entre sus manos durante horas hasta obtener un nudo interesante que la escultura se encargará no sé todavía si de desentrañar o, por el contrario, de apretar todavía más, hasta convertirlo en indisoluble. Justo en esa fase hallamos el auténtico dibujo (disegno interno) de su quehacer escultórico. Ya te lo he insinuado antes: Maru es una escultura sin manos, que al modo neoclásico persigue un ideal impoluto donde no queden rastros expresivos del hombre en la piedra. Astre froid, llamó Baudelaire a David, mientras veía el mármol como un fondo níveo –también el estudio de Maru está nevado, ya sabes, pero en caliente– para la estética que quiso recomponer congelada una cierta tradición grecolatina. Elbia Álvarez, acercándose a las piedras de nuestra protagonista veía con lucidez que el mármol, el frío, duro, blanco mármol “materializa las vías por las que no sólo transitan los dioses y las venus, sino también nosotros”. Amén.

Buena prueba de ello sería este detalle que la escultora me confesaba en su estudio: “es la altura la que determina la traducción de la maqueta a su tamaño definitivo”. Así, pues, en última instancia el cuerpo impone su potencial agrimensor de las medidas del mundo que habitamos. Es un signo de su moderna comprensión, y la escultura se planta en el mundo, organizando en torno suyo una pequeña, o no, parte de él, que refleja que el –cuerpo del- hombre es medida de todas las cosas, incluida la belleza. Y no obstante, como nos recuerda Ángel González García, “muchos, pues, de nosotros, padecemos en algún rincón de nuestras almas la ausencia de algo que Théophile Gautier aún llamaba lo bello ideal y ahora, por lo visto, se ha preferido llamar, con más prudencia, ideal clásico.”

Las últimas cosas (un momento sin final)

Arribamos a puerto. “El poder del lenguaje debe ir dirigido hacia el lenguaje. El ojo debe ver su punto ciego”, aseguraba Agamben. Y así, vas a ver cómo el camino de la palabra a la idea sólo se recorre una vez, mientras que el de la mirada cuidadosa hacia estas esculturas te llevará, aunque sólo sea a causa de sus bucles, de nuevo a un punto de partida distinto una y otra vez, incesantemente. Hacerse responsable de una imagen -mirarla-, supone en determinados casos especialmente interesantes para la estética no poder eludir ya el reto que algo tan aparentemente sencillo implica. A cada paso -en torno suyo-, ellas volverán a presentarse como nunca vistas porque, en efecto, algo de cinta de Mebius tienen las piedras de Maru Oriol que aquí nos han reunido por un rato, convertidas en el azogue de un espejo que refleja e invierte lo que se ve, hasta velarlo

Todo acceso a un estado profundo es aquí permitido e, inmediatamente, refutado con la misma intensidad. Nos hallamos, pues, delante de un final abierto: ¿son tan serias, tan formales estas piezas como parecen, o encierran un doble sentido, algún tipo de engaño tenebroso? Por otro lado, no será la propia alusión digestiva recién comentada la que nos aboca en este punto a una escatología de la interpretación: llegamos pues, etimológicamente, a las últimas cosas.

Aunque justo ahora que me despido de ti para dejarte a solas con las obras, vuelvo a mirar por última vez sus fotografías, ésas en las cuales tanto me he apoyado para la redacción de estas páginas, y en mitad de los lineamientos redondeados, lo mismo que de la críptica escritura que, como te he dicho antes, intuyo allí dentro, me percato de que no hay puntos, sino sólo comas; puntos suspensivos y ninguno final. ¿Ves? Ha vuelto a suceder…

 

Madrid, Primavera-Otoño de 2008